Teresa fue madre por vocación. Sentía y vivía todos y cada uno de los deberes propios de la maternidad: concepción y gestación, alumbramiento, lactancia y educación de los hijos. Deseó verse rodeada de muchos de ellos. “No fue de las que tenían miedo al hijo”. Quería hijos para incrementar, con nuevos miembros, el cuerpo místico de Cristo que es la iglesia. Amén del bien que pudieran reportar a la misma sociedad civil.
Durante la gestación ofrecía a Dios el fruto de sus entrañas. Fiel a la práctica tradicional en su familia, rezaba cada día las “nueve avemarías”, como memorial de los nueve meses que Señora Santa María llevó en su seno la Palabra del Padre hecha vida humana.
Tuvo siete hijos. Sólo Jaime alcanzó los dieciséis años. Los restantes trasvolaron al cielo en su infancia, sin que se conozcan las causas de este hecho. De ellas nada se indica, expresamente, en la autobiografía diciendo, no obstante, que durante todo el tiempo del embarazo estuvo enferma, sin poder comer casi nada. Sólo tomaba un poco de sopa de pan negro, muy negro, y verdura. No puede probar otro alimento. De gestante pedía dos mercedes para los retoños que esperaba: Que pudieran ser bautizados y, si viviendo más o menos larga vida, pudieran llegar a perderse eternamente, antes el Cielo los llamase, para agregarlos a los coros angélicos.
Se deleitaba socorriendo a los pobres con su pobreza. Visitaba los enfermos del pueblo viendo en ellos al mismo Jesucristo, “según me lo había enseñado mi madre”. Su heroicidad para con los enfermos, situó en trance de muerte, recibiendo incluso la unción de los enfermos. Se contagió de fiebre tifoidea lavando, en el río Ter, en riguroso invierno, y con la anuencia de su marido, la ropa de unos vecinos afectados de la epidemia, a quienes todos rehuían asistir. La enfermedad dejó, de por vida, muy quebrantada la salud de Teresa.
Esta etapa de su vida se cierra con la muerte de la otra mitad de la suya. Manuel murió, en 1882, víctima de larga y penosa enfermedad, que no especifica la autobiografía sino diciendo que fue victima del excesivo cumplimiento de su deber profesional. Ella le prepara para el tránsito. “Es cierto -le decía- que hemos de separarnos. Dios así lo dispone. Vas a emprender viaje a la eternidad. Los dos no hemos de salvar. Ruega por nosotros y no ayudaremos… No te preocupes más por mí y por nuestros hijos. Quedamos bajo la protección de Jesús y María. Él que cuida providente de las aves, que no siembran ni siegan, cuidará de nosotros, sus hijos. ¡Piensa Manuel, en salvar tu alma!
La respuesta del marido fue harto sencilla: “Es verdad que he de preocuparme de lo único necesario: ¡Salvarme! Leedme la pasión de Cristo que tanto me consuela”. Teresa se la leía despacio, le repetía jaculatorias y oraciones breves. El día 14 de junio de 1882 durmióse en el Señor. Para él todo había concluido a los treinta y cinco años de edad. Para ella, joven todavía, se abría, más que un interrogante, un nuevo rumbo humanamente imposible.
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